Sociedad de Socorros Mutuos «Unión Caboverdeana». La raíz como memoria y vida

Junto a “los europeos que bajaban de los barcos”, llegaron caboverdeanos. No se sabe con certeza cuántos, en parte porque muchos vinieron de polizones, en parte porque en Buenos Aires eran registrados como portugueses. Además, en el afán argentino de narrarse como una nación blanca, se registró a los recién llegados como “blancos” o, a lo sumo, “trigueños”.

En Buenos Aires, se afincaron en lo que hoy es Dock Sud o La Boca, aunque también se radicaron fuera del área metropolitana. En 1932, fundaron la Sociedad Caboverdeana de Socorros Mutuos. Hoy en día, la Sociedad sigue existiendo con una función diferente: preservar de generación en generación la cultura heredada.

La que hoy es Cidade Velha fue en el pasado Ribeira Grande, la primera ciudad europea en tierras africanas. Fundada allá por 1460 por los portugueses, fue la primera capital de Cabo Verde. Cabo Verde fue, durante siglos, uno de los principales mercados de esclavos (con hombres y mujeres provenientes, principalmente, de Guinea y Sierra Leona) y su población fue el resultado de la mezcla de colonos, presidiarios, esclavos y piratas. Tierra de paisajes bellos, largas sequías y terribles hambrunas.

Paulina Díaz

Algunos pagaban pasajes, otros se escondían en los barcos y esperaban a llegar a aguas internacionales para salir de su escondite. Adriano Rocha, el marido de la prima de Paulina, se ocultó en la carbonera de un barco con seis naranjas, pensando que le iban a alcanzar para todo el viaje. Se salvó, porque un miembro de la tripulación lo encontró y lo ayudó.

Al llegar a aguas porteñas, los que venían de querusa quedaban en Isla de Marchi. Ocurría entonces que por el puerto comenzaba a correrse la voz de la llegada de caboverdeanos y así era cómo coterráneos acudían para ayudar a sus compatriotas. Los albergaban en su casa y les ayudaban a conseguir trabajo (dos de la condiciones, además, bajo las cuales las autoridades liberaban a los polizones).

El abuelo de Paulina Díaz – ella es vocal de la Sociedad Caboverdeana de Socorros Mutuos o Sociedad de Socorros Mutuos Unión Caboverdeana – llegó en 1908, pero pudo sólo de a poco ir trayendo a su familia. Primero fueron los hijos varones y más tarde las mujeres. Su madre, con 13 años, arribó a Buenos Aires recién en 1923. Conoció en el barco al padre de Paulina. Ella trabajaría en la casa de una conocida familia de Avellaneda. Él aprendería el oficio de cocinero y así viajaría por los mares a bordo de la flota de YPF (el hermano de Paulina también se sumaría más tarde). El tío de Paulina había llegado en 1921, motivo de una de esas hambrunas que cada tanto asolaban a Cabo Verde; “¿Sabés lo que es tener plata en el bolsillo y morirte de hambre?”, recuerda Paulina que su tío solía comentar. Se moverían como un bloque familiar, comprando casas o terrenos juntos.

Juntarse para que nadie caiga

Dock Sud es un territorio complejo.

El cronista camina por sus calles y está lleno de amigos charlando en la calle, madres con sus bebés en brazos pasando el atardecer. Sobre Leandro N. Alem, donde está ubicada la Sociedad, pasa tránsito pero no mucho. A la vuelta, cuando cae el sol se escucha una murga ensayar en la calle.

Pero Avellaneda toda fue también tierra maleva, de aprietes, ajustes de cuentas, del caudillo conservador Alberto Barceló y hay quienes dicen que Avellaneda, que Dock Sud (que por aquellos tiempos distaba de tener las dimensiones de hoy), está construido sobre cadáveres.

Esa sección de Dock Sud en particular, en otra época, fue una suerte de extensión de Cabo Verde: las familias se conocían todas, se ayudaban, compartían las mismas salidas, mantenían vivas las costumbres y las tradiciones. “La cultura caboverdeana la remamamos, acá. Es como que vos tomabas conciencia de que estabas en la Argentina cuando llegabas al colegio”.

Con el Riachuelo y el puerto siempre presentes, en cualquier caso, Dock Sud siempre fue arrabal y espacio de contrastes. Paulina recuerda que allá por la década del ’30 o del ’40 cuando se armó el terraplén para la construcción de un puente, la pequeña montaña artificial se llenó de hierba y los chicos iban a tirarse como si fuera un tobogán, aterrizando en los arroyitos limpios que cruzaban por ahí. Paulina también recuerda cruzada la frontera del 1950 a su tío marino, que tras dos años como marino en una base en Antártida decidió devenir en botero cruzando gente de La Boca a Avellaneda. Un día debió abandonar repentinamente su embarcación en el medio del Riachuelo cuando unos pasajeros borrachos empezaron a los golpes y sacaron un arma; se fue nadando hasta Isla Maciel y “llegó todo empetrolado”.

La Sociedad Caboverdeana de Socorros Mutuos no salió de un repollo ni apareció por combustión espontánea, piensa el cronista. Fue el corolario lógico de una forma de entender la vida en comunidad. En el caso de Paulina, las familias de los ocho primos vivían juntas, “lo de uno era de otro”: entre todos juntaban para darse los gustos – “yo era la más chica, y podía poner cinco centavos, que me los aceptaban como si hubiera puesto no sé cuánto” –. Les gustaba ir al cine, pero “toda nuestra vida transcurría juntos, los ocho. Uno podía tener dinero, pero si los otros no tenían – tampoco era que les faltara, porque los adultos siempre aportaban –, no iba ninguno”.

La Sociedad se convirtió en un lugar de encuentro, en el cual se formaron innumerable cantidad de parejas de paisanos (no obstante lo cual, Paulina terminó casada con un ruso alemán). Por eso alguna vez, todavía pequeño, su hijo le preguntó si para casarse había que ir sí o sí a la Sociedad, si ahí se conseguían los novios y novias en los bailes. Paulina rió y le contestó que no, que “aunque te parezca mentira, era en los velatorios”. Y fue de un velatorio, también, que surgió la mismísima Sociedad.

Corría la década del ‘30, época de la Gran Depresión. La caída de la bolsa de Wall Street había disparado un efecto dominó que había arrastrado a toda la economía mundial. Con Gran Bretaña – el principal comprador de las materias primas que ofrecía la Argentina -, tecleando, el coletazo también se hacía sentir en el país. En Dock Sud, una familia entera – amigos de la madre de Paulina – se había inmolado frente a la desesperación y el hambre.

Aquellos caboverdeanos que no conseguían trabajo, solían terminar en un par de conventillos donde los alojaban en los peores cuartos, “donde había humedad y todo eso, y se enfermaban de tuberculosis. Murió mucha gente de tuberculosis (en esos años), entre ellos muchos caboverdeanos”

Entre tantos fallecimientos, a algunos se los llevaba la Municipalidad y nunca se sabía dónde habían sido sepultados o qué había sido de sus cuerpos. Fue por entonces que, volviendo de un entierro, un grupo de la comunidad se reunió en una casa en Avellaneda, “en la casa de dos hermanos de apellido Francés. En esa pieza de dos hermanos solteros hablaron sobre la necesidad de armar una sociedad para que no sucedieran esas cosas”.

Juntarse para hacer perdurar la raíz

Desde aquel agosto de 1932, la Sociedad comenzó a atesorar la historia personal de cada uno de sus miembros, las actas de nacimiento. También se creó una clínica (donde nacieron varios de los sobrinos de Paulina) que más tarde dejaría de existir – los sistemas mutuales de salud fueron reemplazados eventualmente por el Estado y los sindicatos, más allá de que el devenir de  hospitales como el Británico, el Israelita, el Francés, el Italiano, el Alemán, el Español, merezca todo un aparte -. Para subvencionarse armaban bailes, partidos de fútbol multitudinarios, carreras, bicicleteadas, entre otras cosas.

Si bien la función de la Sociedad fue cambiando a medida que pasó el tiempo, la constante fue la preservación de la cultura caboverdeana. Villancicos y serenatas hace rato dejaron de existir, pero se conservan los ritos funerarios, los bautismos, las comidas que permiten encontrarse y seguir escuchando el creôl…

Hoy, la Sociedad ofrece eventos todos los meses a los que quien lo desee – sea miembro de la Sociedad o no, caboverdeano o no – puede asistir. Entre ellos, las cachupas – comida tradicional caboverdeana – mensuales, o celebraciones como el 20 de enero – donde se conmemora la muerte de Amílcar Cabral, líder revolucionario de la independencia caboverdeana -.

En las mutuales de las colectividades una característica que se dio fue la ruptura generacional. Las generaciones más jóvenes se fueron alejando, o no fueron incluidas, y eso fue provocando el envejecimiento literal de las organizaciones. Eventualmente, para muchas, eso significó su extinción. En la Sociedad Caboverdeana, en cambio, eso no se produjo. A los eventos, reuniones y fiestas asisten todas las edades. El puente entre generaciones está tendido de diversas maneras. Patricia Gomes, por caso, que fue quien organizó la entrevista con Paulina, acaba de tener un bebé.

Toda la vida, Paulina Díaz sintió la imperiosa necesidad de algún día visitar Cabo Verde. Necesitaba ir, recorrer los mismos pasos que habían seguido sus padres. Perdió una oportunidad en los ‘90s y, finalmente, logró ir unos meses hace un par de años. Allí conoció familia, escuchó sonidos y música que la llevaron a su infancia, olores y voces que de algún modo completaban el camino de su narración personal.

Acerca de la memoria, la cultura que viene de las raíces, de preservarlas pero también comunicarlas a otros; la imperiosa necesidad, como la de Paulina, de la historia propia, piensa el cronista mientras el colectivo cruza una vez más el Riachuelo…

Foto: Diego Braude

AUTOR

DIEGO BRAUDE. Licenciado en Artes Combinadas de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Periodista y documentalista. Crea y dirige Imaginación Atrapada desde 2005, proyecto seleccionado como mejor revista de teatro en los Premios Teatros del Mundo. En 2013 estrenó su largometraje documental “Fabricantes de Mundos” y desde 2011 ha escrito en el diario Página/12 y la revista Acción.

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